domingo, 21 de noviembre de 2010

Petiribí

El tiempo es oro. Pongamos nuestros mejores atuendos en remojo, total mañana habrá que volver a recomenzar. Pensó en voz alta Petiribí. Así lo apodaban en la cuadra donde habitaba desde hace un par de décadas. Según sus propias palabras: desde que el mundo era recien estrenado.
Petiribí pertenecía a esa clase de individuos que se especializaba en chatajear a la gran ciudad. La tenía bien clara que para sobrevivir en esa masa informe, el mejor estratégema era el chataje. Un tome y daca constante. Una transa equilibrada. Esa era su filosofía de vida. No le buscaba más vueltas a la vida.
Para él no había pasado, ni futuro, menos presente. El intransitivo marcaba el límite entre la realidad y la fantasía. Como en las viejas películas nefastamente traducidas. Lo intemporal era, para Petiribí, el fiel reflejo de la cordura. Punto, pensó, a este asunto hay que darle un punto y aparte. Ese era su lenguaje preferido. Su máximo desafío. Un punto y aparte ¿Qué más podía esperar? ¿Una admiración? ¿un interrogno? ¿Tal vez algun suspensivo interminable? No. Para Petiribí, el intemporal, el viaje por esos menesteres eran intrascendencias que solo se les admitía a los entendidos. El era un terminante. Cero dilación, menos vacilación, menos aún duda.
Petiribí había crecido entre incertezas. La vida se le habia vuelto, desde muy pequeño, una especie de ruleta. A veces el pleno. Muchas la banca. Eso lo condujo a desechar las dos categorías más valoradas en occidente: el tiempo y el espacio. Petiribí no solo era intemporal, sino que para él todo espacio resultaba irrelevante. Incómodo. Demasiada formalidad para una vida de dos mangos, apenas sorteada entre calles de tierra y chismes vecinales que rompían la rutina de la faena cotidiana del vivir.
Había que aprender el arte de sobrevivir, entonces. Urgía resolver el dilema entre la pasión, que inclinaba la balanza para el lado de la nostalgia eterna, y la locura de soñar sin dormir en medio de esas mezquinas vanidades. Petiribí aprendió el arte del chantaje. Se tornó un experto en la automentira. Se convenció de que esa era su única puerta abierta al escape. Y nunca se preguntó por las consecuencias.
Para él, solo existía su yo. Los otros yoes eran obstáculos. Y entre la ausencia del tiempo y la ignorancia del espacio, Petiribí, chantajeaba una y otra vez al destino. (continuará, algún día)

Público

Hubo un curioso anuncio esa tarde. Tan llamativo era, que aquellos que lo leyeron, no lograron interpretar su sentido. El anuncio era escueto, casi irreverente y, para el colmo, nada original. Mucho menos para el lugar que había sido pensado y menos aún para el público a quien estaba dirigido. Pero resultó llamativo.
El aviso solo estaba compuesto por once palabras. Once, entre la milenaria cultura china no significa nada. Para los griegos el once era una cifra irrelevante. Los egipcios al once ni le llevaban el apunte. En síntesis, si era por la numerología o el arte de interpretar la vida en cifras, el once no tenía ninguna relevancia. Más allá del nombre de aquel barrio famoso donde los paisanos venden sus telas, once es una palabra intrascendente. Así que si le buscaban la misteriosidad por la palabra, tampoco el anuncio tenía alguna connotación extra.
Un aviso de once palabras irrelevantes ¿por qué resultaba tan llamativo y curioso a la vez? Alguien del público arriesgó que se trataba de una proclama copiada al gran sabio devenido en ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Pero otro sujeto, del mismo público, le rebatía que aquello de la proclama era un justificativo burocrático. Después de todo que podía proclamar algo que ya se sabía. Una señora, también integrante del público, se molestó con otra, que estaba entre el mismo público, porque no le aceptaba el comentario público sobre el anuncio vespertino en cuestión. Reclamaba, a los gritos, contra censura previa. Argumentaba que si estaba entre el público ella tenía el derecho de publicar oralmente, o por cualquier otro medio, el comentario que se le antojara y nadie debía indicarle el argumento. Otro del público comenzó a vociferar y entonces todo el público se volvió vociferador. Un desconocido integrante de ese público reclamó silencio y lógica ubicación para discutir la cosa públicamente. Entonces todos públicamente lo mandaron a mierda con una M bien mayúscula. Y así pasaron las horas. Y la gente pública se olvidó que había otra vida. Que tenían que comer, que tenían que dormir, que debían amar y odiar. Hasta se olvidaron del aviso. Total era una cuestión pública. Pertenecía a todos, al menos así lo imaginaban, o lo deseaban. Era como si el hecho de pertenecer al público les brindaba algo común en el sentido de saberse parte. Era como si ese público necesitaba sentirse unido por necesidades compartidas. De última ese público parecía huir colectivamente de lo que era la síntesis del aviso. Aunque nadie lo había interpretado de esa manera.
Ah, el aviso decía lo siguiente: "No hay nada como la muerte para mejorar a la gente" Once palabras, cuarenta letras. Escritas por un sabio que se volvió ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Ese imperdonable acto de lucidez le costó la vista al venerable sabio, que entre nosotros, ya nadie lo recuerda. Ni mucho menos en Frankfourt 2010.
Al once y al cuarenta nunca los jugaría a la tómbola.

Sobre ella

Se asemeja a Casandra. Tiene rostro de piedra. Sus manos son frágiles. Parece escapársele las cosas por entre los dedos. Siempre tiene una frase de remate a flor de labio. O a labios en flor. Las hormigas la atormentan. No necesita de creencias muy elaboradas. Tampoco escatima esfuerzos ante los misterios. Mas bien parece tener la intuición como norte. Y la suerte como aliada. O la suerte mala. Negativa. Un pensamiento aborrecido se le cruza. Un presagio doloroso la asusta. No es en vano. Los horrores que vivió lo explican. Es insegura. Es tediosa. Es aburrida. Es. Por ahí se emociona. De la ausencia le brota una lágrima. Esconde su flaqueza como si se avergonzara. Ríe de la nada. Se burla con saña perversa. Es más, se ensaña en la mueca desafiante del arrojo. A cada rato le recomiendan. Le aconsejan. Se promete. Se desdice. Observa agazapada. Mira al costado del camino. Cuando hay camino. A veces inventa. Miente. Jura. Juega. Arriesga. Se siente original. Se estima copia. Conduce y ni se da cuenta. Quiere parecer. Quiere perecer. Es y quiere.