miércoles, 10 de marzo de 2010

destrucción

La implacable destrucción no se detiene. Día a día carcome los mas recónditos vestigios del ánima. Ya ni siquiera queda pendiente alguna duda, alguna espera. Una palabra.
Es que la destrucción es impiadosa. Una vez que suelta sus agallas es muy dificil de parar la avidez. Es como liberar a varios diablos a la vez. Y no le importa el honor, la fortuna ni el desatino de los arruinados sometidos.
Adquiere la rubia forma de la intriga convaleciente en el secreto a voces. Avanza sobre las víctimas. Se apodera de las indefensas biografías , amparándose en la institucionalidad sacralizada por vaya a saber que tabú del tiempo.
La destrucción se asemeja a una hembra enardecida por el coito siempre denegado en el último éxtasis del placer. Ello la marcará para siempre. Y por lo que le queda de eternidad buscará impávida la venganza. Y se alimentará de las tripas viscosas y los corazones adormecidos de esos esclavizados seres que pululan por las habitaciones ciudadanas. Esos ruines vivientes que no se animan a enfrentarla. Porque prefieren dormir con la espasmódica cobardía, a despertar envueltos de rabia y rebelión.
La destrucción es la atormentada hipocresía deshonrada por compartir el miserable arcano de los celos apócrifos; y llevar a cuesta toda una existencia prestada, a cambio de unas pocas monedas de un peso devaluado. De entregarse al artificio lujurioso del instante. de obtener la satisfacción engañosa de la certeza hacia ninguna cosa.
No me veré arrodillado en esos altares. Ni mucho menos inspirando su podrido hálito .
Es la promesa, es el conjuro.

sábado, 6 de marzo de 2010

Cuyo, Amarilla, Mosin

Pararse en el espacio preciso, en el tiempo adecuado y pedirla a la redonda con insistencia no es para cualquiera.
Revivir las piruetas y los pases perfectos. Encandilados por el sol de las seis de la tarde. De un verano cualquiera, mientras morían los setenta y nacían los ochenta. Y en un baldío trashumante de aquel viejo barrio sureño, se convierte con el ir y venir del tiempo, en un obsequio supremo de los dioses.
Cuyo, Amarilla y Mosin. Nunca se me dio por preguntarles sus verdaderos nombres. Esos que figuran en los anales de las estadísticas de los censos y padrones electorales. Tan solo los conocíamos como Cuyo, Amarilla y Mosin.
También ignoro el origen de esos sobrenombres (¡que palabra curiosa resulta ser sobre-nombre!). Hoy cuando lo pienso me devienen incontables explicaciones. La real, como siempre, se pierde en la incerteza.
Pero a los tres niños de entonces, lo único que les atrapaba era la pasión por el arte del jugar bonito en un terreno abandonado al cual, orgullosamente, le llamábamos "la canchita". En ese escenario diminuto y zamarreado por el sol y el viento, se garabatearon las más maravillosas estrategias del juego que atrapa a los argentinos. Y que mis ojos pudieron ver.
Todos colaboraban en el montaje de la obra. Unos ladrillos abandonados hacían de arcos. Unas rayas dibujadas imperfectamente, eran las líneas laterales. La sombra de los árboles de la vereda de enfrente resolvían el problema de la tribuna. El pasto tupido de los charcos de la esquina resultaban una alfombra deliciosa para recostarse, y esperar el turno de entrar a "la canchita", el altar sagrado, mientras se despuntaban comentarios y relatos increíbles sobre el dolor, el amor, el sexo y otras infidencias del vivir. Y la pelota, por supuesto, siempre del mejor cuero N° 5. Otra cosa nuestros cuerpos se negaban a tocar.
Pero eran ellos, Cuyo, Amarilla y Mosin los magos de la escena. Sacaban conejos azules, dorados y multicolores de las galeras que llevaban en sus pies descalzos y curtidos. Jamás jugaban de zapatillas. Se repetía entre los presentes, el mito de que el ilusionismo descansaba en las uñas descascaradas que acariciaban el suave y alisado objeto esférico.
Todos corríamos hacia la pelota. Todos nos moríamos por tenerla y coronar la eternidad con un gol resaltador de multitudes. Pasaporte preciado para que siempre nos convoquen a "la canchita".
Pero, solo ellos tres sabían el secreto del devenir circular envuelto en celofán. Como si la diosa Casandra les hubiera revelado el próximo pase, la inmediata jugada ganadora.
A veces, recuerdo anécdotas de "la canchita". Y hasta me parece sentir el viento rebotando en mi cara, agasajándome con la libertad acurrucada en el alma de una atesorada infancia.
A Cuyo y Amarilla nunca más los volví a ver. A Mosin un vez lo crucé por ahí. Estaba con su puesto ambulante a cuesta y toda la dignidad sobre su ser. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto el día anterior. Y cada uno siguió con su destino.
He recorrido otras canchitas, mas sofisticadas, mas elaboradas que aquel baldío errático del viejo barrio del sur. Aunque nada se le compara.
Mucho menos cuando en el arte del juego faltan Cuyo, Amarilla y Mosin.

jueves, 4 de marzo de 2010

Contratapa

Capaz que vive a dos cuadras de casa. Tal vez nos hemos chocado por la peatonal infinidad de veces. A lo mejor compartimos algún colectivo de esos que recorren de sur a norte la ciudad, y viceversa. Ni lo conozco. O mejor dicho, lo conozco por la contratapa.
Nunca le presté atención a la contratapa de un diario. Es mas ni la leia ¿Para qué puede servir una contratapa? Ni idea. Hasta que un día lo supe.
"De última" me fue atrapando de a poquito, como esas cosas entrañablemente invisibles que llegan y uno no se da cuenta.
Hasta me propuse coleccionar las contratapas. Organizarlas por fecha, por tema, por vivencias contadas, aunque mas no sea por lugares descriptos. Una tontera, eso de organizar la literatura. Pero para un principiante, como lo soy, era toda una novedad aplicar categorías ficticias a lo ficticio.
Transcurrido un tiempo me cansé de proposiciones incumplidas. Voy a escribir, dije, arrebatado. Si Aragon escribe ¿por qué yo no? No es que me ponga a la altura de Aragon, simplemente él, mejor dicho sus escritos, despertaron en mi esas ganas de contar cosas. Quizas motivado por el hecho de que cada vez que leía "De última" capturaba un recuerdo, llamaba una nostalgia, aparecía una sonrisa, desentrañaba una idea (nada pretenciosa por supuesto).
Agarré un cuaderno que tenía sin usar y me dispuse. Pero solo armé una lista de títulos esperables. Durante semanas escribía títulos. Iba de aquí para allá con mis palabras tituladas a cuesta. Por ahí me despertaba soñando alguno y en penumbras con la ropa interior a medio poner, lo anotaba en mi cuaderno. Pobre cuaderno, parecía un confesor de algo muy mio.
Pero no arrancaba la escritura.
Hasta que encontré la causa.
Mi pereza por escribir en el cuaderno. Es que asociaba escribir con dictado obligatoriamente escolar. Esos que sirven de mecanismo de aflojamiento en la escuela.
A eso le huía.
Otro buen día encontré un paliativo, no digo solución. Escribir en un blog. Me pareció algo mas relajado. No por el hecho de la difusión en sí, sino porque aprendí a escribir a máquina de manera autodidacta, en una vieja Olivetti que había en casa. Y eso de escribir en un blog tiene mucho significado porque lo relaciono con incontables siestas de lejanos inviernos donde le daba duro a la Olivetti y el mundo se volvía abstracto, entreverandose con aquellas primeras lecturas desordenadas.
Entonces me lancé al eter (como se dice ahora).
Y pensar que todo fue por un tal Aragon. Ni lo conozco, o capaz que si.
De causalidad, por alguien cercano, una fecha incierta me llegó su nombre.
De no ser por la incerteza, esta entrada se hubiese llamado A un de tal...

el tunel

Estan todos parados a su entrada. Titubean. Enmudecen. Saben que necesitan lo que allí adentro se encuentra. Lo saben. Pero temen.
Es que es muy fuerte el contenido del misterio.
Las puertas, repentinamente invitan a ingresar. Al tunel.
En el tunel el tiempo y el espacio se transforman. No es lo mismo ese tiempo y ese espacio de la vereda que el del interior de la puerta atravesada.
El tunel es un gran deglutidor de gentes. Antes, en sus comienzos, solo era un banco y un hombres sentado en la plaza pública ¿Cómo pudo transformarse tanto? ¿Qué lo llevó a convertirse en el necesario administrador del destino?
Las gentes se mueven lentamente de sus lugares y atraviesan el soleado día para ingresar por la puerta. Una sonrisa amable las recibe del otro lado. Es la alegría del tunel. Toda promesa lleva atada una sonrisa sorpresiva, aunque sea de compromiso. Es como un gesto codificado que acredita la validez de la acción.
En el tunel las gentes se desperdiga por sus distintos recovecos. Unos parten hacia el indescifrable mundo crediticio. Otros se sumergen en las ventanillas de la salvación momentaneamente humana. Los menos acceden por las escaleras hacia un tiempo comprado a cambio de oropeles y abalorios.
Eso sí, en el tunel nadie se queda en la puerta fisgoneando. Solo yo me atrevo a hacerlo, es que no tengo nada que me tiente de las entrañas del alienante. Por ahora.

martes, 2 de marzo de 2010

desgano

A veces constriñe el presente sin salida. A veces se confunden los vientos y los remolinos se truncan en el medio de la vida. Pero siempre el desgano. El no gano. El sin ganar.
A veces resulta un tunel de vidrio y de papel. A veces equivale a una serie indefinida de separaciones y reencuentros fugaces. El ansia de ganas es clave. El deseo de la gana por la gana misma es imperturbable. Pero siempre el inicio. Pero siempre el principio y el volverse circular y encerrarse sobre sí.
Para justificar y dar prisa a la escena, se monta un escenario. Para interpretar el mensaje percibido solo se necesita de una corchea o una fusa que atraviese el espacio con su filo inclaudicable y su incansable nadería.
El espacio por el espacio mismo no da ganas. Desgano, sabe que sin ganar no hay otra oportunidad. Esa es la regla del juego.