sábado, 6 de marzo de 2010

Cuyo, Amarilla, Mosin

Pararse en el espacio preciso, en el tiempo adecuado y pedirla a la redonda con insistencia no es para cualquiera.
Revivir las piruetas y los pases perfectos. Encandilados por el sol de las seis de la tarde. De un verano cualquiera, mientras morían los setenta y nacían los ochenta. Y en un baldío trashumante de aquel viejo barrio sureño, se convierte con el ir y venir del tiempo, en un obsequio supremo de los dioses.
Cuyo, Amarilla y Mosin. Nunca se me dio por preguntarles sus verdaderos nombres. Esos que figuran en los anales de las estadísticas de los censos y padrones electorales. Tan solo los conocíamos como Cuyo, Amarilla y Mosin.
También ignoro el origen de esos sobrenombres (¡que palabra curiosa resulta ser sobre-nombre!). Hoy cuando lo pienso me devienen incontables explicaciones. La real, como siempre, se pierde en la incerteza.
Pero a los tres niños de entonces, lo único que les atrapaba era la pasión por el arte del jugar bonito en un terreno abandonado al cual, orgullosamente, le llamábamos "la canchita". En ese escenario diminuto y zamarreado por el sol y el viento, se garabatearon las más maravillosas estrategias del juego que atrapa a los argentinos. Y que mis ojos pudieron ver.
Todos colaboraban en el montaje de la obra. Unos ladrillos abandonados hacían de arcos. Unas rayas dibujadas imperfectamente, eran las líneas laterales. La sombra de los árboles de la vereda de enfrente resolvían el problema de la tribuna. El pasto tupido de los charcos de la esquina resultaban una alfombra deliciosa para recostarse, y esperar el turno de entrar a "la canchita", el altar sagrado, mientras se despuntaban comentarios y relatos increíbles sobre el dolor, el amor, el sexo y otras infidencias del vivir. Y la pelota, por supuesto, siempre del mejor cuero N° 5. Otra cosa nuestros cuerpos se negaban a tocar.
Pero eran ellos, Cuyo, Amarilla y Mosin los magos de la escena. Sacaban conejos azules, dorados y multicolores de las galeras que llevaban en sus pies descalzos y curtidos. Jamás jugaban de zapatillas. Se repetía entre los presentes, el mito de que el ilusionismo descansaba en las uñas descascaradas que acariciaban el suave y alisado objeto esférico.
Todos corríamos hacia la pelota. Todos nos moríamos por tenerla y coronar la eternidad con un gol resaltador de multitudes. Pasaporte preciado para que siempre nos convoquen a "la canchita".
Pero, solo ellos tres sabían el secreto del devenir circular envuelto en celofán. Como si la diosa Casandra les hubiera revelado el próximo pase, la inmediata jugada ganadora.
A veces, recuerdo anécdotas de "la canchita". Y hasta me parece sentir el viento rebotando en mi cara, agasajándome con la libertad acurrucada en el alma de una atesorada infancia.
A Cuyo y Amarilla nunca más los volví a ver. A Mosin un vez lo crucé por ahí. Estaba con su puesto ambulante a cuesta y toda la dignidad sobre su ser. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto el día anterior. Y cada uno siguió con su destino.
He recorrido otras canchitas, mas sofisticadas, mas elaboradas que aquel baldío errático del viejo barrio del sur. Aunque nada se le compara.
Mucho menos cuando en el arte del juego faltan Cuyo, Amarilla y Mosin.

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