domingo, 19 de diciembre de 2010

FOUCAULT

Nos conocimos de casualidad hace unos veintiseis años más o menos. Por aquel entonces Usted se estaba despidiendo, yo recién entraba. Nos conocimos, mejor dicho, lo conocí a través de un papel rugoso y medio amarillento que había viajado por todos los océanos y mares del mundo hasta llegar a este lugar extraviado y mediterráneo. Ese pedazo de papel tenía un título sugestivo, todavía lo recuerdo claramente, "Las palabras y las cosas" por M. Foucault.
Con mis dieciseis años encima de la vida la frase de presentación de esa hoja sintética y desgastada por los rumbos mundanos me impresionó. Por aquella época el interés personal por la filosofía era una experiencia problemática. Mudaba entre el misterio y la avidéz. Arrimarse a ella ameritaba toda una tarea previa, no solo de seducida lectura, sino de asociado desafío interno para encontrar sentidos a las cosas. De allí el impacto del título con el que Usted se apareció en mi vida.
Usted daba sus últimos adioses y ni se imaginaba que en un perdido barrio sureño de esta ciudad norteña, Usted, al mismo tiempo que moría, volvía a renacer en los diálogos e incertezas de alguien a quien no conoció pero que lo receptó como un Maestro en el arte del pensar.
Tuvieron que pasar largos e inhóspitos dieciseis años para que, también por obra del azar, encontrara un discipulo suyo algo más cercano en el tiempo y el espacio, y comenzar una nueva etapa de encuentros y amistades.
¿Cuál será el arcano que mueve el círculo del devenir en torno a Usted y sus pensamientos?
Así como las palabras y las cosas abrieron un mundo inesperado en torno a ciertas categorías del pensar, la arquología del saber me permitió iniciar el errático camino de desentrañar la necesidad humana de tener que habitar lugares proposicionales comunes.
¿Qué es eso que tan a flor de labios se recita en Occidente y se le llama Modernidad? ¿Cómo encontrar la parresía que ayuda al parto de la verdad en las formas? ¿Désde cuándo se fueron armando los pliegues sobre el tabú de lo normal y lo anormal?
Estas y otras interrogaciones, nunca hubiesen sido posible si Usted no me obsequiaba su estima desinteresada. Todos estos planteos jamás habrían tomado cuerpo, bajo el indescifrable sol santiagueño, sin la guía por Usted legada a partir de la idea contundente de que toda experiencia esta apuntada a dominar la subjetividad humana. La genealogía del poder se descarna a su alrededor, como aquellas naves de locos lanzadas a la mar como la apostasía a la locura de la vida misma.
Siempre en el existir quedan cuentas pendientes. Usted me regaló, a través de sus escritos, un universo exquisito con lugares escasamente frecuentados por la reflexión. Enmarcado entre el dolor de la finitud y la nobleza del vivir. Yo deseo, en estas líneas saldar, aunque más no sea, una deuda de gratitud hacia Usted Michel Foucault ¿Dónde prefiere que se le efectúe la entrega?

jueves, 16 de diciembre de 2010

HEMBRA

Se detuvo dudoso entre el cordón y la acera. A su lado, una hembra extravagante emitía un aroma arrollador. Era fatua, inalcanzable.
De pronto un par de ojos se posaron en él y dispararon una flecha de sometido instinto acosador. Se sintió cohibido, perplejo, irresuelto ¿A mí? retrucó interrogno.
Ella, la hembra infernalmente avasallante, sonrió apenas cómplice. Él sintió que se le derretía el alma junto al sexo.
Entonces, la muy tirana movió resuelta sus largas piernas y con una mueca guiñó el párpado izquierdo de ese gris profundo en la mirada. Él se imaginó el cielo entre las manos.
Ella avanzó firme. Rigidizó sus muslos y se acomodó los pechos. Se sintió ladrona. No tuvo piedad por la víctima y perdiose entre las gentes.
Él, se quedó con el cosmos, arrebatado.

CIUDADES

Para Luis Alberto, aunque tal vez nunca lo lea (que razón tenías flaco)

Abruma la cohesiva sensiblería que aflora en las ciudades. Si con solo mirar se nota que no hay diferencias entre unas y las otras, más que aquellas encontradas por el eunuco de turno.
Por el cemento desgastado de los locomóviles y con las esquinas enmarcadas en hombrecitos de luces blancas y rojas que habilitan o niegan el paso lento de las gentes, las urbes en su estirpe, no tienen grandes distinciones.
Algunos se jactan del status quo de la ciudad que ocupan. Ya sea que resalten la preponderancia de lo que allí se produce, compre o venda, o que rescaten el ávido hecho pretencioso de la modernidad que la inviste. Muchos seres, insisto, se arrogan una posicion a partir de la experiencia dramática de la vida ciudadana ¡Que flatulencia desmedida! Sin pretender ofender a nadie.
El hombre siempre tiende a adjetivar categorías adornantes o degradantes, si se me permite la expresión, para sus apreciaciones. En lo personal voy a ser enhiesto. Por lo visto hasta ahora digo y sostengo, que todos los aglomerados urbanos que pude caminar se parecen, más de lo que se desemejan.
Si es invierno, las ciudades se cubren de un hielo imperecedero, calador de carnes y osamentas. En cuanto asomas la cara a esa mole de piedra, inmediatamente te flagela el congelado soplo de la indiferencia. Esa que no quiere saber nada de vos. Por más que hayas pagado el precio más caro por recorrer el epigrama oculto, jamás lo podrás tocar. Ni siquiera esperes que te obsequie generosa una caricia piadosa de visita.
Pero, tampoco aguardes algo cuando el calor arrecie. Es más, preferirás el mayor espanto de los infiernos a esa masa informe y fingida que recorre por las calles, las veredas y los parques.
En medio de los mercachifles y abalorios; perdido entre las baratijas de las ofertas puestas para escenas en las vidrieras oropeladas; y esquivando el tufo espeso de los bares, esos ámbitos que huelen amalgamas de café y comidas siempre lista, deberás hacer malabares para no decaer y sucumbir a la martingala del bullicio.
Las gentes recorren las ciudades desde hace siglos. No se tiene memoria del momento aquel en que ellas decidieron habitarlas, para la sonrisa de la paranoia babilónica o el stress porteño, pasando por el desden santiagueño o la violencia sin límite oaxaqueña.
Las gentes perduran en las ciudades. Es el modo inventado para estar juntos, o al menos cerca. Allí apuestan sus fantasmas, redimen las esperanzas, se amortajan entre plazas desquisiadas y shopingg de última tecnología.
La muchedumbre metropolística sueña, defeca, goza con el amor y el odio, personifican las miserias y heroismos imaginarios entre hierros y plásticos, alquitranes y pinturas. Elementales leches de la ciudad.
La horda humana vive, pero no existe en la ciudad. Si no me crees, no tienes porque hacerlo, intentá buscarle sus ojos. Son miradas estólidas. De esas que se pierden para siempre las verdades del misterio.
(Rivera Indarte y Maipu, Córdoba, diciembre 14 del 2010, 11 am. Pero da igual si era Corrientes y Esmeralda o Pedro L Gallo y Belgrano, por nombrar algunos sitios)

lunes, 6 de diciembre de 2010

RITUAL

Por más que me esmeres en negarlo, él se abalanza. Me persigue. Se pega a la piel como una costra perturbadora. Un eczema maloliente primitivamente delator.

Es común verse en el espejo del ritual. Da temor cuando falto a la cita ritualista de mezquindades y simplezas.

Los disfraces profesionales son inútiles para sosegar su presencia. No hay nada que lo desherede. Uno lo toma como viene. Inventa la palabra fatalidad para justificarlo. Desanda los caminos con la imprecisa certeza de poder engañar sus nostalgiosas trampas. Pero todo esfuerzo es futil.

El rito se presenta a la hora indicada, aunque no tengo idea de ella. Aunque me palpite el corazón y crea que el origen de esas sensaciones glamorosamente terrenales, sean el preanuncio del toque a mi puerta. Sentirse elegido para el rito es la mayor vanagloria del hombre en cualquier instante. He ahí la más profunda de las contradicciones. Huirle pero desearlo, todo a la vez. En un efímero momento.

Al ritual lo embelezo, lo denigro, lo odio. Pero termino aceptándolo. Me conformo con la total indiferencia.

Una curiosidad, puede pasar el tiempo de los tiempos y siempre estará él; impávido; indicador.
Con el sonriente desatino de su voz ahuecada y profunda.

El más eficaz de los humanos encantos no logrará hacerle mella. A pesar que me degrade Cronos, Tánatos y Eros; él seguirá su faena imperturbable.

Ritual. Palabra humana de seis letras. Multifacética. Rodeada de sombras y de sarcasmos. Inevitable oximoron.

Ritual. Te desafío, aunque no logro dominar mi miedo.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Petiribí

El tiempo es oro. Pongamos nuestros mejores atuendos en remojo, total mañana habrá que volver a recomenzar. Pensó en voz alta Petiribí. Así lo apodaban en la cuadra donde habitaba desde hace un par de décadas. Según sus propias palabras: desde que el mundo era recien estrenado.
Petiribí pertenecía a esa clase de individuos que se especializaba en chatajear a la gran ciudad. La tenía bien clara que para sobrevivir en esa masa informe, el mejor estratégema era el chataje. Un tome y daca constante. Una transa equilibrada. Esa era su filosofía de vida. No le buscaba más vueltas a la vida.
Para él no había pasado, ni futuro, menos presente. El intransitivo marcaba el límite entre la realidad y la fantasía. Como en las viejas películas nefastamente traducidas. Lo intemporal era, para Petiribí, el fiel reflejo de la cordura. Punto, pensó, a este asunto hay que darle un punto y aparte. Ese era su lenguaje preferido. Su máximo desafío. Un punto y aparte ¿Qué más podía esperar? ¿Una admiración? ¿un interrogno? ¿Tal vez algun suspensivo interminable? No. Para Petiribí, el intemporal, el viaje por esos menesteres eran intrascendencias que solo se les admitía a los entendidos. El era un terminante. Cero dilación, menos vacilación, menos aún duda.
Petiribí había crecido entre incertezas. La vida se le habia vuelto, desde muy pequeño, una especie de ruleta. A veces el pleno. Muchas la banca. Eso lo condujo a desechar las dos categorías más valoradas en occidente: el tiempo y el espacio. Petiribí no solo era intemporal, sino que para él todo espacio resultaba irrelevante. Incómodo. Demasiada formalidad para una vida de dos mangos, apenas sorteada entre calles de tierra y chismes vecinales que rompían la rutina de la faena cotidiana del vivir.
Había que aprender el arte de sobrevivir, entonces. Urgía resolver el dilema entre la pasión, que inclinaba la balanza para el lado de la nostalgia eterna, y la locura de soñar sin dormir en medio de esas mezquinas vanidades. Petiribí aprendió el arte del chantaje. Se tornó un experto en la automentira. Se convenció de que esa era su única puerta abierta al escape. Y nunca se preguntó por las consecuencias.
Para él, solo existía su yo. Los otros yoes eran obstáculos. Y entre la ausencia del tiempo y la ignorancia del espacio, Petiribí, chantajeaba una y otra vez al destino. (continuará, algún día)

Público

Hubo un curioso anuncio esa tarde. Tan llamativo era, que aquellos que lo leyeron, no lograron interpretar su sentido. El anuncio era escueto, casi irreverente y, para el colmo, nada original. Mucho menos para el lugar que había sido pensado y menos aún para el público a quien estaba dirigido. Pero resultó llamativo.
El aviso solo estaba compuesto por once palabras. Once, entre la milenaria cultura china no significa nada. Para los griegos el once era una cifra irrelevante. Los egipcios al once ni le llevaban el apunte. En síntesis, si era por la numerología o el arte de interpretar la vida en cifras, el once no tenía ninguna relevancia. Más allá del nombre de aquel barrio famoso donde los paisanos venden sus telas, once es una palabra intrascendente. Así que si le buscaban la misteriosidad por la palabra, tampoco el anuncio tenía alguna connotación extra.
Un aviso de once palabras irrelevantes ¿por qué resultaba tan llamativo y curioso a la vez? Alguien del público arriesgó que se trataba de una proclama copiada al gran sabio devenido en ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Pero otro sujeto, del mismo público, le rebatía que aquello de la proclama era un justificativo burocrático. Después de todo que podía proclamar algo que ya se sabía. Una señora, también integrante del público, se molestó con otra, que estaba entre el mismo público, porque no le aceptaba el comentario público sobre el anuncio vespertino en cuestión. Reclamaba, a los gritos, contra censura previa. Argumentaba que si estaba entre el público ella tenía el derecho de publicar oralmente, o por cualquier otro medio, el comentario que se le antojara y nadie debía indicarle el argumento. Otro del público comenzó a vociferar y entonces todo el público se volvió vociferador. Un desconocido integrante de ese público reclamó silencio y lógica ubicación para discutir la cosa públicamente. Entonces todos públicamente lo mandaron a mierda con una M bien mayúscula. Y así pasaron las horas. Y la gente pública se olvidó que había otra vida. Que tenían que comer, que tenían que dormir, que debían amar y odiar. Hasta se olvidaron del aviso. Total era una cuestión pública. Pertenecía a todos, al menos así lo imaginaban, o lo deseaban. Era como si el hecho de pertenecer al público les brindaba algo común en el sentido de saberse parte. Era como si ese público necesitaba sentirse unido por necesidades compartidas. De última ese público parecía huir colectivamente de lo que era la síntesis del aviso. Aunque nadie lo había interpretado de esa manera.
Ah, el aviso decía lo siguiente: "No hay nada como la muerte para mejorar a la gente" Once palabras, cuarenta letras. Escritas por un sabio que se volvió ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Ese imperdonable acto de lucidez le costó la vista al venerable sabio, que entre nosotros, ya nadie lo recuerda. Ni mucho menos en Frankfourt 2010.
Al once y al cuarenta nunca los jugaría a la tómbola.

Sobre ella

Se asemeja a Casandra. Tiene rostro de piedra. Sus manos son frágiles. Parece escapársele las cosas por entre los dedos. Siempre tiene una frase de remate a flor de labio. O a labios en flor. Las hormigas la atormentan. No necesita de creencias muy elaboradas. Tampoco escatima esfuerzos ante los misterios. Mas bien parece tener la intuición como norte. Y la suerte como aliada. O la suerte mala. Negativa. Un pensamiento aborrecido se le cruza. Un presagio doloroso la asusta. No es en vano. Los horrores que vivió lo explican. Es insegura. Es tediosa. Es aburrida. Es. Por ahí se emociona. De la ausencia le brota una lágrima. Esconde su flaqueza como si se avergonzara. Ríe de la nada. Se burla con saña perversa. Es más, se ensaña en la mueca desafiante del arrojo. A cada rato le recomiendan. Le aconsejan. Se promete. Se desdice. Observa agazapada. Mira al costado del camino. Cuando hay camino. A veces inventa. Miente. Jura. Juega. Arriesga. Se siente original. Se estima copia. Conduce y ni se da cuenta. Quiere parecer. Quiere perecer. Es y quiere.

domingo, 18 de abril de 2010

escupir la suerte

A veces se vuelve imprescindible un ejercicio de sano cuestionamiento. Otras veces se torna necesario otorgarle entidad a aquello que ni siquiera esta presenta en la mente. Es complejo mirar y compaginar rasgos tan disímiles y, hasta si se quiere, tan caprichosamente ocultos.
Un poco de simpleza ante tanta complejidad es una de las muestras mas certeras de honestidad. Algo muy costoso hoy en día, mas cuando las caretas pululan aunque no sea el carnaval; la carne vale, pero no para este tipo de festejo. Este ruín devenir de miserables intringulis que nos plantea el desafío de la suerte.
Ella, la suerte, se encarga la tarea tortuosa de disfrazarse para una boda, pero con la ropa mas extravagantemente inesperada. Es mas, a veces, se presenta desnuda.
Desconcierta, la suerte, con su actitud. Nos golpea la puerta. Nos da palmaditas. Nos invita a acompañarla en largas jornadas de placer y desengaño. Es la suerte la que de a poco nos introduce en otra dimensión. Nosotros, sin darnos cuenta de la mas puta idea, caminamo y caminamos a la par.
Algunos defensores de las grandes estructuras religiosas nos rebaten con profundos postulados sobre la inexistencia de la suerte. Nos aseguran, bajo juramento, que es imposible su corporea presencia. La suerte es un invento, afirman, recostados en sus tronos oropelados. Solo los necios e ignorantes pueden creer en ella, sustentan pretenciosos.
Otros hombre, entendidos de las artes del gobierno eternamente efímero de lo humano, aseguran que lo único que existe es el poder. La capacidad, dicen, de producir una modificación en la cuña de los tiempos. Y así los vemos, jugando a los amigos y enemigos. Probando el genoma para poder descifrar el mas preciado de los misterios. Pero juran y perjuran que el poder, la capacidad, solo la utilizan con fines nobles. Altruismo que le dicen.
Hay quienes se adosan la categoría del pensar profundo. El mundo de las artes, las ciencias y la meditación, no tiene secretos para esta gente. Por supuesto, la suerte es una palabra que causa risas entre estos abnegados escudriñadores de la razón humana y sobrehumana. En su afán de interpretar hasta el último rincón del pensamiento, suelen burlarse del destino. Le hacen una mueca bufona a la diosa Casandra.
Como simple mortal, creo en la suerte. Y como eterno pelotudo creo que le escupí la cara varias veces. Algunas a propósito, para desafiarla, atizarla. Otras, la mayoría, sin saber que ella me acompañaba a la par. No supe la diferencia entre ella y lo inexorable. Fui pretenciosamente necio para reconocer sus manos extendidas. Las confundí con cadenas, con aparejos, con limitaciones al devenir.
Que error fue aquello de escupir la suerte. Ahora ya no viene a golpearme la puerta. Como la extraño. Y a veces, lo confieso, hasta lloro como niño lo ocurrido.

viernes, 2 de abril de 2010

Muchacha ojos de papel

Esa voz adolescente. Esos acordes inéditos. Esos años sin estrenar. El mundo parecía recién hecho. Todo asombro. Sin nostalgia. Sin pretérito.
Y escuchar "muchacha voz de gorrión..." y dar la vida en ella. Y mirar el mar en sus profundos ojos, y confundir el cielo con la tierra, en el único instante esperado que resultará eterno.
Un secreto compartido entre vos y yo, muchacha. Una perla protegida por la legendaria melodía, que ya otros habían susurrado, pero que para nosotros dos resultaba un regalo por abrir.
Muchacha ojos de papel. Del más fino de los papeles. De aquellos papeles que sirven para escribir miradas que se quedan estampadas, por siempre, en el alma. Imborrables. Imperecederas.
Cronos nos desvela. Creo que se escondió detrás de tus pestañas grises. Cronos y Eros se han unido para desgastar esos ojos de papel de la muchacha aquella. Que se resiste al ultraje con el único recurso conocido: la extrañeza.
Ya no te percibo muchacha ojos de papel. Solo el frío cálculo del destino dejó en pie a la canción. No pudo con ella. Tampoco conmigo.
Pero te recuerdo, "muchacha pechos de miel, piel de rayón...", porque sigo convencido que aún compartimos nuestro inalterable secreto. A pesar del tiempo. En un para siempre.

miércoles, 10 de marzo de 2010

destrucción

La implacable destrucción no se detiene. Día a día carcome los mas recónditos vestigios del ánima. Ya ni siquiera queda pendiente alguna duda, alguna espera. Una palabra.
Es que la destrucción es impiadosa. Una vez que suelta sus agallas es muy dificil de parar la avidez. Es como liberar a varios diablos a la vez. Y no le importa el honor, la fortuna ni el desatino de los arruinados sometidos.
Adquiere la rubia forma de la intriga convaleciente en el secreto a voces. Avanza sobre las víctimas. Se apodera de las indefensas biografías , amparándose en la institucionalidad sacralizada por vaya a saber que tabú del tiempo.
La destrucción se asemeja a una hembra enardecida por el coito siempre denegado en el último éxtasis del placer. Ello la marcará para siempre. Y por lo que le queda de eternidad buscará impávida la venganza. Y se alimentará de las tripas viscosas y los corazones adormecidos de esos esclavizados seres que pululan por las habitaciones ciudadanas. Esos ruines vivientes que no se animan a enfrentarla. Porque prefieren dormir con la espasmódica cobardía, a despertar envueltos de rabia y rebelión.
La destrucción es la atormentada hipocresía deshonrada por compartir el miserable arcano de los celos apócrifos; y llevar a cuesta toda una existencia prestada, a cambio de unas pocas monedas de un peso devaluado. De entregarse al artificio lujurioso del instante. de obtener la satisfacción engañosa de la certeza hacia ninguna cosa.
No me veré arrodillado en esos altares. Ni mucho menos inspirando su podrido hálito .
Es la promesa, es el conjuro.

sábado, 6 de marzo de 2010

Cuyo, Amarilla, Mosin

Pararse en el espacio preciso, en el tiempo adecuado y pedirla a la redonda con insistencia no es para cualquiera.
Revivir las piruetas y los pases perfectos. Encandilados por el sol de las seis de la tarde. De un verano cualquiera, mientras morían los setenta y nacían los ochenta. Y en un baldío trashumante de aquel viejo barrio sureño, se convierte con el ir y venir del tiempo, en un obsequio supremo de los dioses.
Cuyo, Amarilla y Mosin. Nunca se me dio por preguntarles sus verdaderos nombres. Esos que figuran en los anales de las estadísticas de los censos y padrones electorales. Tan solo los conocíamos como Cuyo, Amarilla y Mosin.
También ignoro el origen de esos sobrenombres (¡que palabra curiosa resulta ser sobre-nombre!). Hoy cuando lo pienso me devienen incontables explicaciones. La real, como siempre, se pierde en la incerteza.
Pero a los tres niños de entonces, lo único que les atrapaba era la pasión por el arte del jugar bonito en un terreno abandonado al cual, orgullosamente, le llamábamos "la canchita". En ese escenario diminuto y zamarreado por el sol y el viento, se garabatearon las más maravillosas estrategias del juego que atrapa a los argentinos. Y que mis ojos pudieron ver.
Todos colaboraban en el montaje de la obra. Unos ladrillos abandonados hacían de arcos. Unas rayas dibujadas imperfectamente, eran las líneas laterales. La sombra de los árboles de la vereda de enfrente resolvían el problema de la tribuna. El pasto tupido de los charcos de la esquina resultaban una alfombra deliciosa para recostarse, y esperar el turno de entrar a "la canchita", el altar sagrado, mientras se despuntaban comentarios y relatos increíbles sobre el dolor, el amor, el sexo y otras infidencias del vivir. Y la pelota, por supuesto, siempre del mejor cuero N° 5. Otra cosa nuestros cuerpos se negaban a tocar.
Pero eran ellos, Cuyo, Amarilla y Mosin los magos de la escena. Sacaban conejos azules, dorados y multicolores de las galeras que llevaban en sus pies descalzos y curtidos. Jamás jugaban de zapatillas. Se repetía entre los presentes, el mito de que el ilusionismo descansaba en las uñas descascaradas que acariciaban el suave y alisado objeto esférico.
Todos corríamos hacia la pelota. Todos nos moríamos por tenerla y coronar la eternidad con un gol resaltador de multitudes. Pasaporte preciado para que siempre nos convoquen a "la canchita".
Pero, solo ellos tres sabían el secreto del devenir circular envuelto en celofán. Como si la diosa Casandra les hubiera revelado el próximo pase, la inmediata jugada ganadora.
A veces, recuerdo anécdotas de "la canchita". Y hasta me parece sentir el viento rebotando en mi cara, agasajándome con la libertad acurrucada en el alma de una atesorada infancia.
A Cuyo y Amarilla nunca más los volví a ver. A Mosin un vez lo crucé por ahí. Estaba con su puesto ambulante a cuesta y toda la dignidad sobre su ser. Nos saludamos como si nos hubiésemos visto el día anterior. Y cada uno siguió con su destino.
He recorrido otras canchitas, mas sofisticadas, mas elaboradas que aquel baldío errático del viejo barrio del sur. Aunque nada se le compara.
Mucho menos cuando en el arte del juego faltan Cuyo, Amarilla y Mosin.

jueves, 4 de marzo de 2010

Contratapa

Capaz que vive a dos cuadras de casa. Tal vez nos hemos chocado por la peatonal infinidad de veces. A lo mejor compartimos algún colectivo de esos que recorren de sur a norte la ciudad, y viceversa. Ni lo conozco. O mejor dicho, lo conozco por la contratapa.
Nunca le presté atención a la contratapa de un diario. Es mas ni la leia ¿Para qué puede servir una contratapa? Ni idea. Hasta que un día lo supe.
"De última" me fue atrapando de a poquito, como esas cosas entrañablemente invisibles que llegan y uno no se da cuenta.
Hasta me propuse coleccionar las contratapas. Organizarlas por fecha, por tema, por vivencias contadas, aunque mas no sea por lugares descriptos. Una tontera, eso de organizar la literatura. Pero para un principiante, como lo soy, era toda una novedad aplicar categorías ficticias a lo ficticio.
Transcurrido un tiempo me cansé de proposiciones incumplidas. Voy a escribir, dije, arrebatado. Si Aragon escribe ¿por qué yo no? No es que me ponga a la altura de Aragon, simplemente él, mejor dicho sus escritos, despertaron en mi esas ganas de contar cosas. Quizas motivado por el hecho de que cada vez que leía "De última" capturaba un recuerdo, llamaba una nostalgia, aparecía una sonrisa, desentrañaba una idea (nada pretenciosa por supuesto).
Agarré un cuaderno que tenía sin usar y me dispuse. Pero solo armé una lista de títulos esperables. Durante semanas escribía títulos. Iba de aquí para allá con mis palabras tituladas a cuesta. Por ahí me despertaba soñando alguno y en penumbras con la ropa interior a medio poner, lo anotaba en mi cuaderno. Pobre cuaderno, parecía un confesor de algo muy mio.
Pero no arrancaba la escritura.
Hasta que encontré la causa.
Mi pereza por escribir en el cuaderno. Es que asociaba escribir con dictado obligatoriamente escolar. Esos que sirven de mecanismo de aflojamiento en la escuela.
A eso le huía.
Otro buen día encontré un paliativo, no digo solución. Escribir en un blog. Me pareció algo mas relajado. No por el hecho de la difusión en sí, sino porque aprendí a escribir a máquina de manera autodidacta, en una vieja Olivetti que había en casa. Y eso de escribir en un blog tiene mucho significado porque lo relaciono con incontables siestas de lejanos inviernos donde le daba duro a la Olivetti y el mundo se volvía abstracto, entreverandose con aquellas primeras lecturas desordenadas.
Entonces me lancé al eter (como se dice ahora).
Y pensar que todo fue por un tal Aragon. Ni lo conozco, o capaz que si.
De causalidad, por alguien cercano, una fecha incierta me llegó su nombre.
De no ser por la incerteza, esta entrada se hubiese llamado A un de tal...

el tunel

Estan todos parados a su entrada. Titubean. Enmudecen. Saben que necesitan lo que allí adentro se encuentra. Lo saben. Pero temen.
Es que es muy fuerte el contenido del misterio.
Las puertas, repentinamente invitan a ingresar. Al tunel.
En el tunel el tiempo y el espacio se transforman. No es lo mismo ese tiempo y ese espacio de la vereda que el del interior de la puerta atravesada.
El tunel es un gran deglutidor de gentes. Antes, en sus comienzos, solo era un banco y un hombres sentado en la plaza pública ¿Cómo pudo transformarse tanto? ¿Qué lo llevó a convertirse en el necesario administrador del destino?
Las gentes se mueven lentamente de sus lugares y atraviesan el soleado día para ingresar por la puerta. Una sonrisa amable las recibe del otro lado. Es la alegría del tunel. Toda promesa lleva atada una sonrisa sorpresiva, aunque sea de compromiso. Es como un gesto codificado que acredita la validez de la acción.
En el tunel las gentes se desperdiga por sus distintos recovecos. Unos parten hacia el indescifrable mundo crediticio. Otros se sumergen en las ventanillas de la salvación momentaneamente humana. Los menos acceden por las escaleras hacia un tiempo comprado a cambio de oropeles y abalorios.
Eso sí, en el tunel nadie se queda en la puerta fisgoneando. Solo yo me atrevo a hacerlo, es que no tengo nada que me tiente de las entrañas del alienante. Por ahora.

martes, 2 de marzo de 2010

desgano

A veces constriñe el presente sin salida. A veces se confunden los vientos y los remolinos se truncan en el medio de la vida. Pero siempre el desgano. El no gano. El sin ganar.
A veces resulta un tunel de vidrio y de papel. A veces equivale a una serie indefinida de separaciones y reencuentros fugaces. El ansia de ganas es clave. El deseo de la gana por la gana misma es imperturbable. Pero siempre el inicio. Pero siempre el principio y el volverse circular y encerrarse sobre sí.
Para justificar y dar prisa a la escena, se monta un escenario. Para interpretar el mensaje percibido solo se necesita de una corchea o una fusa que atraviese el espacio con su filo inclaudicable y su incansable nadería.
El espacio por el espacio mismo no da ganas. Desgano, sabe que sin ganar no hay otra oportunidad. Esa es la regla del juego.

martes, 23 de febrero de 2010

Entrañable

Que hermosa palabra es entrañable. Tiene una musicalidad propia. Un son y ritmo bailable. Es poeticamente delicada.
Entrañable: de amable entraña. De entraña amable. Es como decir de buena madera, de buena madre.
Algo es entrañable cuando es querido y querible. Por ejemplo: la siesta.
Ah, que cosa querible y querida la siesta. No solo para dormir. Sino para estar bien despierto y remover y remover. Recuerdos, nostalgias, penas y simplezas. Porque a la siesta, de manera libre, el tiempo no pasa. Uno mira el reloj con campanillas, ese del tic tac bien sonoro, y pareciera que sus agujas se congelaron en las dos y media. Ni un minuto mas, ni una hora menos.
A la siesta aflora la imaginación, la pereza, la indecencia de despatarrarse en la cama peleando con el sueño para soñar despierto. Con los ojos bien abiertos y la mente bien dispuesta a digerir ese pesado almuerzo de verano que no termina de pasar nunca.
Junto al arrollador tren de la digestión, la siesta se presenta desafiante. Como aquel amor clandestino pactado para esas horas intermedias, que apura por encontrar una pronta salida airosa. Hasta ese amor se torna entrañable en el período siesteril sagrado.
Ni que decir de la arrogancia de los mates siesteros. Esos que uno toma para bajar el engullón del mediodia. Esos mates si que son de buena entraña. Mas bien de entraña bien llena, bastante opípara.
Entrañable. Los amigos son entraña amable. Algunos parientes, resultan de buena entraña. Y muchos vecinos son de buena madre. Mas cuando te tiran la basura a escondidas para que vos la levantes por la tarde, después de la siesta, y como castigo a tu clandestino y envidiado amorío entrañable.
Orígenes.
Es dificil recordar. Mas aún cuando ha pasado cierto tiempo. La memoria es selectiva y por mas que uno la esfuerce, pareciera que se empecina en engañarnos con detalles miserables. Es dificil aceptar que nos resulta dificil recordar.
Pero alguna vez fue la primera. La primera vez que miraste con otros ojos que no eran los tuyo y descubriste el asombrado mundo. La primera vez que tus sentidos capturaron el perfume de lo inalterable que resulta la felicidad. La primera vez que en tu alma escudriñaste el dolor de lo perdido para siempre, aunque te quede la nostalgia como una engañapichanga mas.
Es imposible recordar. Porque causa una pavura insoportable. Hay que estar muy atado al suelo para resistir el envión del recuerdo. Ese empuja y adormece hasta el infinito.
Se hace necesario olvidar. Para sobrevivir. Para inventarse día a día. Para creer que creo.
¿Para qué sirven entonces, los orígenes? Ya pronto partiré. Y nunca lo partido se volverá a unir, como la primera vez.
Suciedad
Es dificil remover la suciedad. Su olor, color y textura no se borra así nomas. Estamos empeñados en borrar la suciedad. Nos incomoda el ánima. Nos desacomoda el ser. La suciedad va y vuelve. Es mas nunca se termina de ir. Aunque se la refriegue en un latón de acero tañido de lavandina de marca muy reconocida. Es triste, pero real.
Ahora bien ¿por qué ese empeño por la pulcritud? ¿Cuál es la intencionalidad?
Después de todo la mugre parecería ser parte de nuestra naturaleza. Aquella que se transmite entre los misterios de los genes y la cultura. Aquella que nunca termina de despertar y se entroniza mas allá de la misma muerte. Porque así como hay resurrección despúes de ella, también resucita la mugre. Nada hay en los Evangelios, apócrifos o no, que atestigüe lo contrario.
Lo mas percedero es esa suciedad incorruptible que trasciende hasta las marcas mas conocidas del polvo limpiador de moda en el mercado.
La mugre, ensucia. Y no hay con qué eludir su mancha indeleble ¿Habrá que resistir?