Hubo un curioso anuncio esa tarde. Tan llamativo era, que aquellos que lo leyeron, no lograron interpretar su sentido. El anuncio era escueto, casi irreverente y, para el colmo, nada original. Mucho menos para el lugar que había sido pensado y menos aún para el público a quien estaba dirigido. Pero resultó llamativo.
El aviso solo estaba compuesto por once palabras. Once, entre la milenaria cultura china no significa nada. Para los griegos el once era una cifra irrelevante. Los egipcios al once ni le llevaban el apunte. En síntesis, si era por la numerología o el arte de interpretar la vida en cifras, el once no tenía ninguna relevancia. Más allá del nombre de aquel barrio famoso donde los paisanos venden sus telas, once es una palabra intrascendente. Así que si le buscaban la misteriosidad por la palabra, tampoco el anuncio tenía alguna connotación extra.
Un aviso de once palabras irrelevantes ¿por qué resultaba tan llamativo y curioso a la vez? Alguien del público arriesgó que se trataba de una proclama copiada al gran sabio devenido en ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Pero otro sujeto, del mismo público, le rebatía que aquello de la proclama era un justificativo burocrático. Después de todo que podía proclamar algo que ya se sabía. Una señora, también integrante del público, se molestó con otra, que estaba entre el mismo público, porque no le aceptaba el comentario público sobre el anuncio vespertino en cuestión. Reclamaba, a los gritos, contra censura previa. Argumentaba que si estaba entre el público ella tenía el derecho de publicar oralmente, o por cualquier otro medio, el comentario que se le antojara y nadie debía indicarle el argumento. Otro del público comenzó a vociferar y entonces todo el público se volvió vociferador. Un desconocido integrante de ese público reclamó silencio y lógica ubicación para discutir la cosa públicamente. Entonces todos públicamente lo mandaron a mierda con una M bien mayúscula. Y así pasaron las horas. Y la gente pública se olvidó que había otra vida. Que tenían que comer, que tenían que dormir, que debían amar y odiar. Hasta se olvidaron del aviso. Total era una cuestión pública. Pertenecía a todos, al menos así lo imaginaban, o lo deseaban. Era como si el hecho de pertenecer al público les brindaba algo común en el sentido de saberse parte. Era como si ese público necesitaba sentirse unido por necesidades compartidas. De última ese público parecía huir colectivamente de lo que era la síntesis del aviso. Aunque nadie lo había interpretado de esa manera.
Ah, el aviso decía lo siguiente: "No hay nada como la muerte para mejorar a la gente" Once palabras, cuarenta letras. Escritas por un sabio que se volvió ciego por intentar ver el más acá de las cosas. Ese imperdonable acto de lucidez le costó la vista al venerable sabio, que entre nosotros, ya nadie lo recuerda. Ni mucho menos en Frankfourt 2010.
Al once y al cuarenta nunca los jugaría a la tómbola.
domingo, 21 de noviembre de 2010
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